Sigo sin entender cómo los aviones, tan pesados y enormes, pueden volar tan ligeros como una pluma en el firmamento; sigo sin entender por qué el camino de vuelta siempre se hace más corto que el de ida; por qué el cielo de noviembre es tan precioso a las seis y diez de la tarde y tan oscuro a las ocho menos cuarto de la mañana; por qué sigo guardando las velas de mi décimosexto cumpleaños en mi habitación, ni mis fugaces momentos de locura; por qué la luz de casa de la abuela tiene una esencia que envuelve; por qué tengo la necesidad de contarle cualquier cosa a mi madre para rellenar cómodos silencios.
Hay muchas cosas que no entiendo y que sé que nunca, jamás de los jamases llegaré a entender. Soy muy simple y el horizonte está demasiado lejos para que pueda alcanzarlo.
Me paso muchas horas persiguiendo realidades intangibles que satisfacen paladares ajenos pero con un regustillo en el mío; suelen ser salpicaduras de conceptos superficiales demasiado importantes para los papeles. Los días van tachándose de las hojas del calendario y ya son 10 los meses que las han arrancado con un embriagador tacto.
Una vez, entre minutos y años, busqué un poema que se preguntaba, confuso pero a la vez seguro, por qué quería a su amor, a su amado. No lo entendía... suponía que era por el tiempo, por el cariño, por las cosas vividas, por ser él. Concluía que no se lo volviera a preguntar más: no sabía responder. El amor es algo demasiado abstracto como para definirlo y, sobre todo, para entenderlo.
La verdad, yo tampoco sé por qué le quiero, o sí... es algo que va más allá, más profundo que el mundo de las Ideas de Platón o las causas de Aristóteles, es algo que ni la metafísica podrá nunca llegar a definir.
Le quiero incansablemente porque él es el amor, es mi guía, es mi todo. No sé si consigo hacerme entender, porque ni siquiera yo lo hago. Solamente puedo decir que le quiero y para siempre.