Ellos me llaman. Gritan mi nombre como lo hace mi cama cuando me muero de sueño. Parece como si pudiera oír su voz cruzando a tientas una habitación oscura llena de vacío y abrazos rotos, y de un largo camino de soledad apenas guiado por un pequeño candil que es el resultado de la suma de todas esas palabras acumuladas en mis oídos y ojos durante estos días, por parte de los que apuestan porque siga con mis sueños.
Ellos me llaman. Me piden que vaya a su lado, que conmigo se sentían bien, y que a pesar de todo no me querían perder. Me dicen que ellos también se calmaban en los míos cuando estaban sedientos y que me echaban de menos cuando ni siquiera podían intercambiar un suspiro, quizá, a veces, ahogado, y otras, cortado de impaciencia.
Ellos me llaman. Me dicen que notan que su mundo sigue igual, que nada ha cambiado, siguen rodeados de lo de siempre y sin agua salada mojándolos; pero para mí sí, que para mí ya no es lo mismo, que mi mundo, dónde ellos tenían un lugar privilegiado ya no está: se ha transformado en una espiral de lágrimas y canciones que no ayudan a dormir y invitan a soñar con él.
Ellos me llaman. Y yo soy capaz de ver que a mi alrededor todo sigue igual, que yo sigo haciendo las mismas cosas y que los coches siguen circulando sin intermitentes, pero ellos han notado que no lo hago con el humor de siempre, porque los míos ya no sonríen, solo hacen algunos amagos para tapar su posado de media luna al revés.
Ellos me llaman. Parece que los oigo. Lástima que sean las dos de la madrugada y esté soñando despierta.