viernes, 28 de septiembre de 2012

Días mojados de agua salada.

Un día cualquiera, la hora perfecta para que un día empezara a despertarse de verdad, sin nubes enormes y enfadadas tiñendo sus gafas del mismo color que su jersey, a conjunto con esas nubes deformes y irritándose cada vez más. El momento justo para hacer un paseo por un camino de campos verdes y sin respiración. El instante adecuado para hacer de la rutina, unos 3 minutos perfectos.

     - ¿Por qué tu y yo siempre nos encontramos bajo la lluvia?
  + Debe ser que nos gusta mojarnos.

es así, parece que volverá a llover, y será eternamete
Y así era. En días oscuros y desagradables les gustaba hacer de las suyas, no soltarse de las manos ni un segundo. Ser el único punto del planeta dónde brilla el sol, donde las nubes son caricias divinas de sus dedos sin uñas y suaves, donde las gotitas de agua, las infinitas gotas de agua, son lo que sienten el uno por el otro, porque en secreto esa era su mejor forma de seguir haciendo de manos frías, calientes abrazos, de amagos de sonrisas, risas exageradas envueltas en una manta caliente llena de sudores fríos de deseo.

Des de fuera (o mejor dicho, desde dentro) de ese recinto antiromántico los veían, tan dulces y perfectos como siempre, como si el resto del mundo no existiera, como si no estuviera  punto de sonar ese maldito crujir de hierros en varios tic-tacs de reloj. Los dos, ahí, solos en medio de la nada, acompañados solo por el gris de un día de lluvia, lleno de vida solamente para ellos.

El sol sintió envidia de esas dos personitas que brillaban por ellas solas en ese minúsculo punto de la Tierra, y quiso brillar él también saliendo a la superficie para respirar el aire que las nubes, ya más calmadas, le quitaban. Ahora, él ya no estaba. Ella, tampoco. El sol brillaba para todos, menos para ellos; lo suyo es la lluvia y los catarros de media mañana.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Bajo la lluvia, los besos saben mejor.

No acostumbro a hacer estas cosas pero reconozco que he actuado mal. Cuántas veces un silencio es más oportuno que 10000 palabras balbuceadas tontamente y con los ojos puestos en una estúpida pared helados por una brisa demasiado fría para el tiempo que es. Mi nariz huele cada milímetro de su cara, mis ojos revisan su mirada triste y angustiada provocada solamente por mi estupidez.
Mis párpados suspiran poder hacer el escáner de una habitación olvidada durante varios días para encontrarla exactamente como la dejamos: mis zapatillas (muy horteras pero comodísimas) puestas en cruz una encima de la otra, animales inanimados puestos en montón encima de una tela roja que adormece... Al cerrarse -mis párpados- ven otra imagen: un sol abrumador, radiante y lo más curioso es que tenía cara, de ojos claros, sonrisa grande y piel y pelo morenos. Por cierto, no era una estrella del inmenso firmamento, era él. El causante de mis locuras, el causante de que sea una bailarina o una atleta subiendo escaleras, que no pueda parar de reírme o que me sienta una niña pequeña a su lado. Quién me arropa de un frío de septiembre poco común o quién no me deja ni un segundo en la confusión de la noche.
Zas, otra imagen viene como un rayo a mi retina. Él. Yo, La playa desierta. Lluvia. Siento que sueño. Me tropiezo. ¡Dios, es real! Le beso (¡no puedo, ni quiero parar!). Quizás sea mi locura, quizá solo sea mi transformación cuando estoy con él que hace que pierda mi respiración y que con vanos intentos intente seguir la suya, tan pausada y larga; y es que desde que sé lo que es dormir con él creo que no hay cielo mejor, ni paraíso, ni cuentos de princesas. Mis mejores deseos se disolvieron al tener su pecho desnudo como cojín, al tener sus pies rozando mis sábanas que ahora, cada noche lloran su ausencia y lo llaman a gritos reclamando su dulce perfume de invierno con esencias de almendros y flores en caminos conocidos. Cada segundo que vivo tiene más de la mitad de su duración algo relacionado con él, porque hasta un simple chaparrón tiene para mí más significado que cualquier regalo. Prefiero estar con una sudadera y pantalones cortos bajo un cielo oscuro en mi terraza con su dulce sabor  en mi boca que cualquier millón de vanas e idiotas promesas. Siento que mi vida se va si no estoy con él, que pierden sentido mis días si al pasar mediodía aún no me ha deseado un buen día, que nuestros amigos nos sienten suyos y su fuerza en mí hace que yo sea capaz de afrontar mis peores males con una sonrisa en la boca. Vivo por él, y no dudo en decirlo. Lo necesito cada vez más y no entiendo mis tonterías de chica mimada, estúpida y egoísta. 
Soy de las que creen que en el amor, no hay perdones que valgan... si quieres a esa persona no hace falta pedir perdón, automáticamente se olvida sellándose con un dulce beso. Aun así un me sabe mal no está de más. A mi que nunca me pida perdón, no hay nada que perdonar. Te quiero mucho más de lo que cualquier poeta ha podido escribir jamás.



[Caminemos por la arena eternamente, por favor]