Ruidos de muelles, una cama sin hacer, peluches descolocados, películas que decoran más que nada. Ahora huele a ti.
Mis orejas no se separan de esa llamada, parecida al toc toc de una puerta, constante y rápida enmurallada por un conjunto de músculos y piel, y un suave tacto recorre mi cuello provocando que todo mi cuerpo sea recorrido por tal escalofrío que pone mi piel de gallina en menos de un milésima de segundo.
Desgasta mi piel a golpe de labio y pequeños susurros, prácticamente initeligibles se confunden en una habitación de iluminación confusa y tono lila.
Esa niña pequeña vuelve a nacer con su sola presencia y hace que recuerdos enterrados de una infancia tierna vuelvan a salir provocando lágrimas de risa en mis achinados ojos. Cada vez, algo dentro de este cuerpo vuelve a resurgir produciendo un cambio, una transformación. Entontezco, enloquezco.
Como otra pequeña flor de almendro enredada en mis rizados cabellos, el invierno parece querer seguir al pie del cañón, aunque deje algún que otro descanso, y yo con su bufanda puesta me dispongo a disfrutar de tener sobre mi cabeza un cielo pintado de pequeños (y a la vez, enormes) puntos blancos y de tener el placer de seguir su paso rápido, sin disminuir el ritmo ni un momento.
Sí, quizá no sólo en esto vamos rápido, pero ¿y qué? Tengo razones, sobretodo si está a mi lado, e historias para comprender que todo irá bien, porque solo con mirar lo bueno que hay dentro de mi trocito de cielo particular hay algo que me empuja a seguir, a pesar de mi juventud, mis pies delicados, mis ojos desgastados, mi torpeza única y mi propia inseguridad. No dudo al querer refugiarme en un dulce abrazo, en un beso lentísimo, en el único que ha conseguido que me sienta bien conmigo misma.