lunes, 31 de octubre de 2011

Decisiones, miles de decisiones se asoman por nuestras ocupadas cabezas cada día. Algunas automáticas, como la de levantarte por la mañana porque tienes que ir al colegio, otras obvias como la de vestirte, aunque esta puede complicarse al intentar decidir qué ponerse. Algunas se toman sin pensar, son tan habituales que ya ni nos paramos a pensar que esa acción, ese acto, es una decisión que tomamos, aunque inconscientemente, como la de ir al baño o cualquier otra costumbre cotidiana. Estas decisiones un día las elegimos y las tomamos por costumbre.


Otras decisiones son fáciles, como puede serlo decidir si cantar o bailar en la ducha, o decidir si comer galletas o magdalenas en las mañanas de invierno; un chocolate bien caliente y espeso, o un café con leche recién sacado de la cafetera, que desprende ese aroma embriagador capaz de atrapar a cualquiera. Estas pueden que conlleven un poco más de conciencia en el momento de elegir pero no tanto como otras.


Hay decisiones imposibles, en las cuales la imaginación coge la batuta y dirige tu pensamiento; pretende volar, huir donde ni el recuerdo te reconozca,  crear un arcoiris de miles de colores, caminar sobre las nubes, dejar de tocar el suelo... Por mucho, que las tomemos no las vamos a realizar pero su solo articulación en la mente ya anima a cualquiera.


Las decisiones difíciles pueden ser decisivas, como las que determinaran, queramos o no, nuestro futuro: elegir una carrera, elegir ser buena persona, elegir los amigos en quién puedes confiar, elegir con quién pasar el resto de tu vida, aunque este hecho ya no signifique lo mismo.


La decisión de querer ser buena persona es la más difícil de todas, nunca vas a actuar bien, ni para unos ni para otros. Al no querer descontentar a unos, descontentas a los otros, sin querer. Tu estado no permite que tú mismo lo veas con tus propios ojos. Tomas la decisión, la confiesas y en ese momento, al ver la reacción, te das cuenta del desacuerdo de una de las partes, incluso a veces, por parte de los dos muestran. Parece que no se puede actuar bien sin dañar a nadie. Cada vez parece más incomprensible, que al querer actuar bien, acabes actuando mal, y sufriendo tú misma las consecuencias, consecuencias que suelen ser duras porque decepcionas a una de las partes. Al decepcionar a alguien, te das cuenta de que a ti alguna vez también te han decepcionado y recuerdas esa sensación extraña, mezcla de rabia y tristeza, que no sabes como expresar. 


, lo admito, pretendo ser buena persona para no decepcionar a alguien, y siempre acabo haciéndolo. Creo que empieza a ser hora de aprender la lección y mirar un poco por mí, aunque cueste. Hoy he decepcionado a mi alguien. Me arrepiento y me siento mal por ello. Estoy cansada de tener que mediar siempre entre dos opciones, a veces preferiría que alguien me dijese, ¡cállate y quédate en casa!, quizá así no decepcionaría a nadie.

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